Hace mes y medio que no fumo (si mal no me acuerdo, fue el 6 de febrero). Por culpa de una angina —o gracias a ella— un día tiré el último atado. Y nunca más.
Realmente, no fue una decisión mía, más bien los hechos me llevaron: la angina que duró mucho, la orden que me dí de no tocar tabaco hasta curarme del todo, y los síntomas de la abstinencia que se confunden con la enfermedad; hicieron que me fuera acostumbrando a la idea de dejar. Sabía que en algún momento tenía que hacerlo, pero en ningún momento tuve la voluntad de largar el pucho.
Es frágil, cada vez que veo a alguien fumar, cada vez que siento el olor, cada vez que extraño la compañía del tabaco —porque es una gran compañía— estoy muy cerca de prenderme uno. Para colmo, no puedo evitar sentir que es un placer que me estoy negando, y el estoicismo nunca fue una de mis virtudes.